El Gordo Dan, bajo la lupa judicial (y el poder digital de Milei)

Las denuncias contra Daniel Parisini y el aparato digital libertario revelan el funcionamiento de una maquinaria de hostigamiento político con respaldo oficial y posible financiamiento estatal.

Política 17/07/2025
NOTA UNICA

La justicia empieza a correr el velo sobre un grupo que opera como fuerza de choque comunicacional paraestatal.

 

La construcción del poder libertario no se hizo sólo en las urnas ni en los sets de televisión: se consolidó, día a día, en la trinchera de las redes sociales, con un aparato digital feroz que operó —y todavía opera— como grupo de tareas simbólico y disciplinador. Al frente de esa usina de hostigamiento sistemático, se encuentra Daniel Parisini, conocido como “El Gordo Dan”, el nombre que ahora aparece en al menos cuatro denuncias penales presentadas por legisladores, periodistas y dirigentes políticos. Las acusaciones son gravísimas: amenazas de bomba al Congreso, incitación al alzamiento armado, campañas con inteligencia artificial pornográfica y asociación ilícita.

No se trata solo de trolls aislados, ni de “opinadores intensos”. El núcleo digital que orbita alrededor de Parisini forma parte de un ecosistema ideológico-tecnológico aceitado, que actúa con niveles de coordinación, permanencia y capacidad de daño equiparables al de una célula operativa. La novedad es que, por primera vez, la Justicia comienza a mirar con atención este entramado y ya se insinúa una posible avanzada procesal que podría alcanzar incluso la detención de sus principales responsables, tal como sucedió con la concejal quilmeña Eva Mieri. El contraste es elocuente: mientras Mieri fue enviada a una cárcel de máxima seguridad por una protesta domiciliaria, los autores de amenazas públicas contra el Congreso aún no fueron citados.

 

Una estructura paraestatal de acción psicológica

En el centro del sistema se encuentran cuentas anónimas y no tan anónimas, que componen lo que en la jerga política se conoce como un “frente digital de acción directa”. Parisini no solo es su cara visible: también oficia como estratega y conductor de “Carajo”, un canal de streaming desde el cual se articulan los mensajes más virulentos del mileísmo digital. A su alrededor se agrupan perfiles como “El Trumpista”, “FranFijap”, “GordoLeyes” y otros tantos nombres que suenan a memes pero operan con una eficacia que desvela a funcionarios, periodistas y hasta legisladores.

El funcionamiento de esta estructura combina la lógica de los bots con el discurso de guerra cultural. No es un grupo de opinión: es un aparato de disciplinamiento político y simbólico que apunta a deslegitimar, amedrentar y acallar a quienes se oponen al proyecto libertario. Su eficacia se explica por varios factores: coordinación narrativa, timing quirúrgico, agresividad sin límite legal y, sobre todo, un nivel de impunidad garantizado por el blindaje institucional que les provee el oficialismo.

La pregunta que empieza a surgir entre operadores políticos, judiciales y mediáticos es: ¿quién financia esta maquinaria? ¿De dónde salen los recursos para sostener transmisiones, plataformas, edición audiovisual, administración de redes, generación de contenidos con IA y la logística de operación digital 24/7? La sospecha más extendida es que parte del financiamiento podría provenir de fondos públicos, disfrazados bajo contratos con productoras satélites o incluso mediante estructuras del propio Estado donde hay fondos reservados. De ahí que varias de las denuncias judiciales reclamen que se investigue si los responsables ingresaron a la Casa Rosada o a Olivos y cuál es su vínculo real con funcionarios de gobierno.

 

Cuando el odio se convierte en política 

Uno de los casos más graves es el de la periodista Julia Mengolini, víctima de una campaña que incluyó pornografía sintética con IA, amenazas de muerte, publicaciones incestuosas y hostigamiento en redes. La reacción del Estado fue nula, incluso cuando el propio presidente Javier Milei publicó más de 90 tuits contra ella en apenas dos días. La línea entre comunicación política y persecución personal quedó borrada. Y lo que podría considerarse violencia digital, se convirtió en estrategia institucional.

Lo mismo sucedió con las amenazas lanzadas contra el Congreso. Mientras el Senado sesionaba, se difundían videos llamando a que Milei arrojara una bomba dentro del recinto. Las publicaciones sumaban miles de interacciones, impulsadas por cuentas replicadas desde perfiles de funcionarios nacionales. La senadora Juliana Di Tullio y varios diputados presentaron denuncias concretas, invocando artículos del Código Penal que tipifican estos actos como incitación al delito, amenazas, intimidación pública y apología del crimen.

No hay margen para la relativización: se trató de expresiones explícitas que apuntan contra el orden democrático, y que, de aplicarse los mismos criterios que se usaron para detener a Mieri, deberían conducir a medidas similares.

La paradoja es brutal: mientras los escraches callejeros son judicializados con prisión preventiva, el terrorismo simbólico digital goza de impunidad política. Más aún, es celebrado por los mismos funcionarios que dicen combatir “la violencia”.

 

La Justicia como escenario de disputa

El frente judicial es, cada vez más, un territorio de disputa política. No se trata solo de presentar denuncias: se trata de observar si el Poder Judicial está dispuesto a aplicar el mismo rasero para todos. El bloque de Unión por la Patria optó por mover sus piezas en juzgados estratégicos: desde Arroyo Salgado, que encarceló a Mieri, hasta Capuchetti, cuestionada por su accionar en la causa por el intento de magnicidio a Cristina Fernández. El mensaje es claro: si van a castigar el activismo peronista, también deben investigar el terrorismo discursivo libertario.

En el fondo, la tensión no es solo jurídica ni mediática. Es estructural. La arquitectura de poder de Javier Milei necesita estos grupos de tareas digitales para sobrevivir en un contexto donde su minoría parlamentaria no le permite imponer agenda por vía institucional. La amenaza, el hostigamiento, el escarnio y la viralización son los mecanismos sustitutos del consenso político que el mileísmo no puede construir. Por eso duele tanto cuando la Justicia empieza a mirar para ese lado.

El riesgo para el oficialismo es que el experimento se les descontrole. Porque cuando se juega a la guerra simbólica sin ley ni freno, tarde o temprano la Justicia —por presión institucional o por supervivencia del propio sistema— empieza a intervenir. Y ahí, el aparato que funcionaba como escudo, puede volverse bumerán.

La detención de Mieri fue la vara. El Poder Judicial deberá demostrar ahora si mide con la misma vara al aparato libertario. Porque si las bombas que se invocan son simbólicas pero las consecuencias políticas son reales, entonces la democracia está siendo atacada desde dentro del propio Estado. Y quienes accionan ese dispositivo no son simples usuarios de redes: son operadores, soldados y, en última instancia, ejecutores de una política de intimidación que hasta ahora gozó de impunidad. Tal vez no por mucho más.

 

 

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