En “Solo”, el escritor y dramaturgo recorre el trance de un hombre que perdió su pareja, lo que pone en juego una visión ácida del mundo que vivimos.
En su novela “Solo”, el escritor Marcelo Vera recorre el trance de un hombre que lleva adelante el duelo por la muerte de su mujer a través de una bitácora sórdida y estremecedora en la que confluyen la obsesión por retener los objetos que la unen a ella, la necesidad de autoexcluirse del mundo y un nihilismo acaso preexistente que lo lleva a abjurar de la vida en sociedad.
El narrador de la novela acaba de perder a su compañera en un accidente del que no se dan demasiados detalles. No es ese regodeo en los pliegues de la muerte lo que interesa al autor en este texto de brevedad calculada donde no hay atajos ni desvíos sino un único y persistente propósito: acompañar la deriva irremontable de un hombre que a la par de la pérdida de la mujer que amaba parece haber descubierto también la aspereza del mundo.
A diferencia de otros libros publicados este año que están centrados en instancias de duelo como “Siberia” de Daniela Alcívar Bellolio o “La hija única” de Guadalupe Nettel, en “Solo” la pérdida se transforma un campo magnético que atrae la mirada cínica sobre una clase media que proyecta viajes a culturas ancestrales como coartada de una existencia trazada por el hiperconsumismo y un escepticismo que niega toda chance de ascenso social para las juventudes marginales. Un nihilismo que estaba agazapado esperando a ser liberado por un hito fortuito como el que desencadena la trama.
Las primeras rutinas en la soledad del espacio antes compartido son para el protagonista erráticas, azarosas -afeitarse solo para intentar restaurar “el principio básico de cotidianeidad”, encender el televisor para perderse en las risas impostadas de un vieja sitcom o en el efectismo de un mago empecinado en revelar el artificio de sus trucos– y se entretejen con lo que define como la “temporada de avistamientos” de Clara, que lo lleva por ejemplo a bajar corriendo del colectivo para perseguir a una mujer que obviamente no es la suya, mientras transcurre gran parte del día llorando en su oficina.
El personaje, al que Vera define como “una especie de samurai moderno perdido en un mundo de dolor y vacío”, elige cortar todo lazo con el mundo exterior y hasta urde estrategias para convencer a sus allegados de que ha empezado a transitar otra etapa del duelo, la de la aceptación, mientras comienza a poner en marcha un plan para preservar el recuerdo de su mujer como un hecho artístico, a partir de una enfermiza catalogación visual y sonora de todos los objetos que los vinculan, y con la idea de ofrecer el material a distintos museos para garantizar que esa memoria sea recuperada y resignificada por otros.
El proyecto, que por sus significantes tiende un lazo invisible entre Clara y la inolvidable Faustine que Bioy Casares ubicó como la gran artífice de lo que acontece en “La invención de Morel”, se convertirá en el gran motor del protagonista, junto a una perra tan extraviada como él que descubre en una de sus excursiones a la plaza y que será la única capaz de reestablecer una red de afecto recíproco.
“La mayoría de las veces las situaciones límite ponen bruscamente en perspectiva muchas cosas”.
“Controlar la memoria no resulta tarea sencila. Cuanto más me obsesiono por domesticarla, más salvaje se vuelve. Viejos recuerdos bailan frenéticamente en mi cabeza destrozando todo a su paso”, escribe el dramaturgo y artista multimedia rosarino en “Solo”, que acaba de ser publicada por el sello chileno La Pollera Ediciones.