LA INMORTALIDAD DEL LIBERTADOR.

Los últimos veinte años de su vida los pasó el Libertador en el exilio doloroso por el recuerdo de la patria lejana, los ecos falaces de sus críticos rioplatenses y el destello fugaz de los escasos reconocimientos recibidos de su tierra americana.

Desde Bélgica o Francia, su retraimiento le hizo afirmarse en la idea expresada entonces al uruguayo Rivera sobre los cargos públicos no proporcionan otra cosa que amarguras y sinsabores, según escribió en 1831. Éste desencanto era consecuencia del conocimiento que tenia de los manejos políticos rivadavianos y sus acólitos frente a los últimos gobiernos porteños. El carácter ridículo y eminentemente orgulloso del primero no podía menos de hacerse de un crecido numero de enemigos le había comentado a su confidente y amigo Gral. Guido en 1827. Juicio contundente sobre quien dijo también a O’ Higgins:

“el me ha hecho una guerra de zapa, sin otro objeto que minar mi opinión … yo he despreciado tanto sus groseras imposturas, como su innoble persona”.

Motivos estos que le llevaran a no ofrecerse para la guerra con Brasil por el convencimiento en que estaba de que hubieran sido despreciados sus servicios militares. ¡ Y lo decía nada menos que el gran estratega del Paso de los Andes, Libertador victorioso de Sudamérica!.

Por los mismos motivos habíase negado a desembarcar en Buenos Aires en 1829 cuando aquel regreso frustrado del “espectro de José Matorras” como le llamó Ricardo Rojas, se malogró al conocer detalles de la revuelta de Lavalle y el fusilamiento de Dorrego. Los autores del movimiento del 1° son Rivadavia y sus satélites, y a usted le consta los inmensos males que estos hombres han hecho, no solo a este país, sino al resto de la América con su infernal conducta escribió entonces a O’Higgins por los días de su breve permanencia en Montevideo, y asimismo se permitió aconsejar a Lavalle: en la situación en que usted se halla, una sola victima que pueda economizar a su país, le servirá de consuelo inalterable. De ahí, que, desde ese momento San Martín acentuó su alejamiento de la vida publica convencido de que en Buenos Aires “se encuentra la crema de la anarquía” causante de los males del país.

Desencantado de los ideólogos, la anarquía y la demagogia, en un estado “ que tiene muchos doctores”, como llamaba a los teóricos iluministas, se abstuvo de intervenir en los conflictos internos, sin descuidar sus preocupaciones por el destino nacional, pues no hay una sola vez que escriba sobre nuestro país que no sufra irritación, le confesaba a su amigo Guido en 1834.

Ante el panorama que veía desolador, el viejo guerrero tuvo sin embargo pequeñas satisfacciones en su exilio. Una carta de O’Higgins fechada en Lima en 1836 le informaba que el gobierno del Perú le restituía sus honores militares brindándole justo reconocimiento moral y material. A la que San Martín respondía avisándole del feliz encuentro con su antiguo camarada Alejandro Aguado “a quien le soy deudor de no haber muerto en un hospital”. Y superadas las crisis políticas porteñas e impuesto el orden tras el ascenso gubernativo de don Juan Manuel de Rosas una luz de esperanza habrá de alumbrar su escepticismo. En dos testimonios concurrentes los expreso San Martín aquel año de 1836. Veo con el mayor placer la marcha uniforme y tranquila que sigue nuestro país, escribió a su amigo Pedro Molina en abril. Conceptos que reitero en octubre al tener más actualizadas noticias de Buenos Aires, en carta a Guido: Veo con placer la marcha que sigue nuestra patria.